Texto facilitado por el autor. Traducción híbrida.
La tesis básica de Wark de que la alta teoría -en tanto discurso omnisciente que juzga las prácticas y el conocimiento práctico desde arriba- se ha vuelto ampulosa y nociva, una tesis que suscribimos y por la que decidimos traducir Molecular Red, puede por último plantearse con aún más vehemencia: la teoría es la última ideología. La razón por la cual la teoría -en tanto conocimiento humanístico, separado de la práctica y de lo que despectivamente considera como el mundo de la utilidad y la técnica- resulta subjetivamente tan cáustica y molesta en el siglo XXI (con esto nos referimos a esas diatribas descaradamente pomposas contra el determinismo tecnológico y los intentos de explicar la actualidad del mundo sirviéndose del polvoriento repertorio de la filosofía clásica alemana, parte de la cual Wark también cita en el libro), es que objetivamente ha llegado a ser redundante.
El pensamiento humanista no se ha vuelto redundante a causa de la conspiración neoliberal, la desfinanciación de los departamentos de humanidades, el terror a la aplicabilidad práctica o la censura de los mandarines académicos. No hay razón para suponer que la humanidad aún tendría una necesidad objetiva de ese pensamiento si no fuera por aquellos factores disruptivos. La redundancia de ese pensamiento se debe a razones estructurales, a cambios ocurridos tanto en el funcionamiento de las economías capitalistas como en el papel que el conocimiento tiene en ellas. De esas razones, Wark eligió la fractura metabólica como su favorita, eso es todo.
Para decirlo de otro modo: incluso si no estuviésemos a las puertas de un cataclismo climático inminente, la teoría de izquierda tendría que adaptarse o llegar a un acuerdo con su propia historia autoritaria y admitir que ella, aparte de unos cuantos individuos solitarios y marginales (algunos de los cuales también son impugnados por Wark), nunca fue genuinamente igualitaria o progresista, y que su problema es mucho más grave que el simple hecho de que, debido a su abstracción anti-técnica, no resulta apta para la (auto) organización entre camaradas en la época del Antropoceno (de ser esto cierto, ello implicaría que previamente dicha teoría había tenido razón).
El problema básico, intemporal y estructural de la teoría de izquierda es que existe, institucionalmente y de forma habitual, separada de la organización natural y técnica del mundo, o al menos ajena a ella, pero siempre teniendo como premisa fundante y como razón de ser, precisamente, tal separación. Una teoría sólo es teoría si está clara y nítidamente separada de su objeto, al que no sólo representa mental y discursivamente, sino que también condena. La historia de la teoría es la historia de la producción de formas ideales y platónicas de Estado, de partido, de organización, de discurso político, etc. El autoritarismo no es la causa de que la teoría sea irrelevante, es sólo el efecto de dicha irrelevancia (cuanto más redundante y sin interés para nadie más que quienes dependen de ella para su carrera, su estatus y su existencia, más odiosamente moralista y dictatorial es), mientras que su problema básico es precisamente la separatidad antes mencionada. Es decir, el problema más acuciante de la teoría separada del mundo no es tanto que sea autoritaria como que es trágicamente ineficaz (el autoritarismo es más bien una reacción obstinada y airada a su propia ineficacia). En pocas palabras: la teoría no funciona. No tiene poder explicativo ni operativo, es siempre un obelisco de Minerva ex post, cargado de jerga pretenciosa y anticuada.
Con todo, hubo ocasiones en que la teoría funcionó, pero no en la forma en que se imaginan y no como la representan sus actuales defensores. En la época de la alta cultura burguesa, la (proto)teoría fue su componente integral necesario (de ahí la atracción nostálgica que los teóricos actuales sienten hacia la Ilustración, los viejos hábitos de lectura y discusión, la francofilia y la germanofilia, el apego patológico al sistema escolar fundado en los siglos XVIII y XIX, el culto al humboldtismo y también el desprecio por todo lo americano: practicidad, utilidad, rapidez, superficialidad…), y actuó a la manera bourdieuiana, estableciendo y reproduciendo la división/distinción clasista entre ricos y vulgares, entre burgueses y plebe, entre alfabetizados y analfabetos (la observación de los teóricos Deleuze y Guattari de que el capitalismo es analfabeto se sigue leyendo y entendiendo como una crítica), etc. Además de la moda, la elección de los muebles, el lugar de residencia y el compromiso cultural, los ciudadanos, en el período histórico en el que todavía significaban algo social y económicamente, también se distinguían por su educación y buenos hábitos de lectura no sólo en cuanto a la literatura, sino también y sobre todo en lo que respecta a la historia, la filosofía, la lingüística, la antropología… en definitiva, la teoría humanista.
Todo eso ha sobrevivido, incluso la literatura -y el post-burgués de hoy sigue obteniendo distinción de ello-, excepto la teoría, con la cual ya nadie sabe exactamente qué hacer. La teoría subsiste precariamente no porque, según Adorno, se haya retrasado el momento de su realización, sino por una inercia institucional más bien prosaica, porque hay canales ya establecidos a través de los que fluyen financiamientos, por los años invertidos en prebendas relacionadas con la teoría, por la existencia de un círculo reducido pero fanático de lectores, y por razones que no tienen que ver más que con la continuidad de ciertas instituciones que proporcionan sustento. Mientras tanto, la situación social y económica en la que la teoría podría funcionar ha cambiado lo suficiente como para que hoy la teoría sea tan sólo un atavismo repetitivo. La redundancia de la teoría hoy radica en el hecho de que su habitus y su discurso se han mantenido igual que durante la marea alta de la cultura burguesa, mientras que ella misma ha muerto en el ínterin y ha perdido su fuerza de clase. Si el autoritarismo de la teoría hoy en día representa un problema, esto no se debe a que tenga un excesivo poder, sino más bien a que es molesto como lo es siempre el refunfuñar de los desclasados.
El poder y la importancia de la “teoría” empiezan a declinar al mismo tiempo que, y debido a, el declive de la importancia de la burguesía y de la cultura burguesa para el capitalismo. En los inicios de este modo de producción la burguesía se imagina que son las virtudes específicamente burguesas las que engendran y nutren al capitalismo, pero en realidad el capitalismo surge y se desarrolla independientemente de ellas y, dado que al producir indiferencia generalizada y redundancia económica tiende a destruir a todas las clases precapitalistas que le son innecesarias, termina por destruir también a la burguesía clásica. Durante el siglo XIX la mayor parte de la cultura burguesa se halla en una crisis permanente de la que nunca podrá recuperarse, mientras que el resto sobrevive en reservorios mantenidos por el Estado, pero sin ningún poder cultural real. Ya en el transcurso del siglo XIX y aún más en el XX, la clase capitalista se emancipa de la burguesía, y las ataduras culturales específicamente burguesas le tienen, al menos en parte, sin cuidado.
Esta es una de las razones por las que la teoría actual es irrelevante: la post-burguesía se aferra a ella aunque, en términos simples, sea irrelevante; mientras que la nueva clase capitalista no la necesita, o bien desarrolla nuevos tipos de conocimiento (matemáticas financieras, nuevos discursos empresariales y gerenciales, psicología predictiva de mercado, cálculo logístico…), que no son teóricos en el sentido clásico, pero que resultan tan efectivos en las nuevas condiciones -en el sentido de que le permiten ejercer su poder de clase y reafirmar la distinción entre clases- como lo había sido la teoría en las condiciones previas. Es entonces que los residuos de la cultura burguesa empiezan a inclinarse con vehemencia hacia la izquierda, y han empezado de repente a odiar el capitalismo, precisamente cuando éste empieza a amenazarlos a ellos y a sus baluartes (¡La herencia de la Ilustración! ¡La escuela estatal! ¡Ciencias públicas!).
La segunda razón por la que la teoría se ha vuelto irrelevante tiene que ver con otro cambio histórico estructural, aún más sugestivo y destacable. O sea: si sólo se tratase de que una nueva clase capitalista, más rápida y con un pensamiento más matemático, ha venido a reemplazar a la vieja burguesía proclive a la reflexión ponderada, esto tan sólo significaría que una teoría (o contenido teórico) operativa en la dominación de clase estaría siendo reemplazada por otra, con el resultado de que ahora se emplearían, por ejemplo, más las matemáticas que la filosofía. Hasta cierto punto esto es lo que está sucediendo, pero al mismo tiempo está teniendo lugar un cambio aún más drástico en lo concerniente al significado social básico de la ideología (esto es, un sistema de conocimiento ordenado y consolidado en una estructura de clases, que establece y reproduce relaciones de poder, etc.): ni el capitalismo ni la clase capitalista actual necesitan de una teoría o ideologías propias. Es decir, no requieren de ningún sistema de conocimiento ordenado y consolidado, ni tampoco de un discurso dominante que hipnotice a los gobernados a través de los medios de comunicación de masas. Es por esto que la teoría se ha vuelto irrelevante no sólo a nivel del contenido (como si el problema fuese que el contenido clásico burgués de la teoría se ha vuelto estéril pero las nuevas clases dominantes y las “fuerzas progresistas” aún tuvieran que crear un nuevo contenido teórico capaz de funcionar como ideología), sino que también -y sobre todo- se ha vuelto irrelevante en el sentido de que las formas y la historia del capitalismo, sobre todo en el siglo XXI, muestran que, contrariamente a las predicciones de la teoría althusseriana clásica sobre la ideología, ésta no es un componente constitutivo e inevitable de la reproducción capitalista, sino que es apenas un residuo de formas de gobierno propias del Antiguo Régimen; residuo al que, como a todos los remanentes similares, le espera el mismo final que tuvo la cultura burguesa.
Precisamente, las últimas grandes formaciones sociales pre-capitalistas, dentro de las que se inició el capitalismo en la Europa continental para terminar destruyendo sus instituciones políticas y culturales distintivas, estaban basadas en el funcionamiento de la ideología -en tanto sistema de conocimiento separado de la realidad social contingente y que se figura un ideal de cómo será la sociedad en el futuro-. En eso consistió la Ilustración, rasgo distintivo del absolutismo ilustrado y que le separó de la arbitrariedad gubernamental y del continuo caos bélico del Medioevo europeo, persistiendo más tarde bajo la forma del “contrato social”, o de programas políticos (como el de la planificación socialista), incluso en el capitalismo democrático del siglo XX.
Pero el siglo XX también terminó destruyendo la ilusión de que sería posible gestionar inteligentemente la sociedad de acuerdo con un plan ideal, porque el capitalismo demostró ser demasiado caótico, complejo e impredecible para eso. Los grandes sistemas ideológicos finalmente han sido reemplazados -es a esto a lo que solemos llamar neoliberalismo, aún cuando no se trate de una ideología, al menos no en el sentido clásico- por algo mucho más modesto: el cálculo y la anticipación de los riesgos, de modo tal de poder anticipar formas eficaces de prevenirse contra ellos (esto se inicia con el nacimiento de las compañías de seguros y se extiende hasta los actuales derivados financieros), así como discursos y formas de comunicación que ya no buscan fundamentalmente imponer una voluntad política superior en las mentes de los gobernados y del mundo, porque su cometido primordial es asegurar la adaptación instantánea a condiciones económicas rápidamente cambiantes.
La ideología en el sentido clásico sobrevivió al colapso de las instituciones políticas del absolutismo ilustrado, pero terminó por último inclinándose ante la brutalidad y crueldad del capital. La teoría -en tanto una modalidad de la ideología, encaminada a articular e implementar ideas políticas en forma de planes y programas ideales- se volvió redundante no sólo en cuanto a su contenido, sino también en su forma misma, en cuanto la creación e implementación propiamente tal de planes y programas políticos ideales se volvió algo ineficaz e irrelevante.
Hay, por lo demás, una tercera razón para que la teoría se haya vuelto insignificante en la actualidad. Se trata de un cambio estructural que socava la característica fundamental de la teoría, a saber, su separación de todo lo que ella no es y en contraste con lo cual se define y se establece: las prácticas, las técnicas. En la era de las computadoras y la tecnología electrónica, el “discurso dominante” ya no es la literatura nacional o el periodismo político, sino el software o el código, que no existen separados de su aplicación o implementación técnica, sino todo lo contrario: el código es ni más ni menos que lo que el código hace, es parte inmanente de un sistema complejo de medios informáticos, comunicación, logística y producción (automatizada). El código informático, al ocupar el espacio estructural que alguna vez ocuparon las grandes ideologías (nacionalismo, ideales políticos, etc.), no funciona como funcionan las ideologías, separándose de su objeto para poder condenarlo. A diferencia, por ejemplo, de la teoría política marxista, que todavía dicta a los partidos de izquierda lo que deben hacer y explica lo que hicieron mal en el pasado, o del nacionalismo clásico, que condena lo existente e imagina una sustancia nacional ideal (la nación tal como es o debería ser), el código no es un “debería” opuesto a lo existente, sino una parte inseparable e inmanente de él.
El código sólo puede existir en su operación misma, en su ejecución, no separado de la práctica que se supone debe dictar, y al no haber separación respecto de la práctica/técnica, no puede haber condenación, disgusto, indignación. Esto significa que con el código desaparece la moneda básica y la energía moralista que impulsaba a todas las ideologías tradicionales (desde el cristianismo conservador hasta la teoría humanista progresista).
Cuando el código no funciona, no puede echarle la culpa a la debilidad de la carne o a la falsa conciencia del proletariado; el error en el código no exige “volver a leer a los clásicos” ni suscita polémicas grandilocuentes, tan sólo invoca un arreglo práctico que optimice su funcionamiento haciéndolo más eficiente.
Los algoritmos que en el siglo XXI llevan a cabo el marketing y la publicidad, que conectan a los individuos en las redes sociales, que sincronizan sus preferencias consumistas y culturales, que regulan el comportamiento político, que en definitiva realizan todas las tareas usualmente realizadas por las ideologías tradicionales (sólo que de manera más sofisticada y eficaz), no ejercen condena alguna, y son inmunes a ella; y bajo su dominio, la teoría, en tanto modalidad de ideología tradicional basada en la condena del mundo, se vuelve triplemente fútil. En comparación con la velocidad y la eficiencia de los algoritmos informáticos automatizados, la moralización ideológica está irremediablemente obsoleta, y tanto las empresas privadas como las instituciones públicas invierten en ella y la apoyan sólo en forma ocasional y muy excepcionalmente (lo cual no es un efecto del dominio de la ideología neoliberal, sino precisamente de la abolición “neoliberal” de la ideología en cuanto tal).
Esto también significa que está desapareciendo el espacio mismo en el que las ideologías tradicionales habían logrado tener sus poderosos efectos. En los siglos XVIII y XIX, y en parte también en el XX, este espacio era precisamente el espacio de la escisión entre teoría y práctica, o entre el ideal y la realidad. Si la investidura moral de la ideología tenía éxito suscitaba un sentido de culpa en los pecadores, en los desviados, en los portadores de falsa conciencia, etc., consiguiendo con ello dejarles clavados al anzuelo de la mejora, la renovación y el progreso. Hoy en día, este espacio está desapareciendo, y si los algoritmos resultan tan exitosos y efectivos en comparación con las ideologías tradicionales, esto se debe no solamente a que son implementados por computadoras incansables y sobrehumanamente inteligentes y precisas, sino también a que funcionan de una manera que no implica coerción externa, que no induce a culpa alguna y que, por lo tanto, suscita menos resistencia por parte de sus usuarios humanos. Los algoritmos allanan el espacio social no sólo al nivel de abolir la división entre teoría (discurso dominante) e implementación técnica, sino también al nivel de abolir la división entre las tendencias espontáneas de las “masas” y el funcionamiento de los mecanismos de poder.
Los algoritmos no nos obligan ni nos convencen, no tienen ninguna agenda ideológica/de autoridad/propaganda, no juzgan nuestro pensamiento o comportamiento según estándares/normas ideales, sino que se limitan a registrar nuestras tendencias espontáneas y microrutinas para retroalimentar con ellas a las empresas (de modo que ajusten su oferta y sus productos) y tiendas (qué producto es popular, en qué circunstancias y en qué cantidades), a fin de que ofrezcan anuncios individualizados (por contenido económico, político y cultural) a los usuarios, sin imponerle al ciudadano/cliente ideal unos esquemas preconcebidos, sino entretejiéndose de manera flexible e imperceptible con sus micro-rituales diarios, sin acosarles (para convencerse de esto, basta comparar las discretas y efectivas indirectas de Youtube o Bookdepository con los horribles y estridentes anuncios clásicos de televisión, los cuales correspondían al patrón de funcionamiento de las ideologías tradicionales: coerción, persuasión, adoctrinamiento) y sin provocar resistencias. En comparación con esto, el uso de ideologías tradicionales, desagradables, molestas, potencialmente repugnantes, torpes, engorrosas y lentas, sería claramente una regresión.
Tales idologías siguen existiendo, pero están perdiendo rápidamente su poder e importancia social: todavía hay uno que otro partido de izquierda nostálgico que escribe un programa y procede a golpearse el pecho moralistamente, tratando de avergonzar a quienes ya abandonaron los programas y al electorado, al que no le interesan lo más mínimo los programas. Los intelectuales y sabios con conciencia política aún escriben columnas periodísticas moralizantes; los culturalistas todavía ensayan formas anticuadas de propaganda, pero todo esto aparece cada vez más como un atavismo, y tiene cada vez menos eficacia social real. El uso de ideologías tradicionales ha llegado a ser metamoralizante, es decir: condena y lamenta que la condena tradicional ya no funcione (¡Ay, si los partidos al menos tuvieran programas! ¡Ay, si los estudiantes leyeran más! ¡Ay, si los jóvenes fueran políticamente conscientes y no tan pasivos! ¡Ay, si alguien al menos todavía tuviese valores!).
El lugar de las viejas ideologías tradicionales (restos del Antiguo Régimen) en el capitalismo avanzado lo ocupa la verdadera “espiritualidad” del valor económico y del dinero. Es esa espiritualidad monetaria lo que se encuentra separado de la materialidad, de la técnica y de la práctica, indiferente a la dimensión del valor de uso, pero a la vez funcionando objetivamente, socialmente, y mucho más eficazmente de lo que jamás fueron capaces las ideologías tradicionales. Así, a nivel de la sociedad capitalista en su conjunto, las “ideologías” se han vuelto inmanentes a las técnicas y las prácticas y, bajo la forma de algoritmos, ya no son intrusivas y persuasivas, sino que se alinean con las inclinaciones espontáneas de los usuarios. Por otro lado, el lugar que previamente había ocupado el discurso dominante de la política/filosofía del Estado/nación/futuro, hoy está ocupado por la circulación no discursiva, matemática, cuantitativa, del dinero y el movimiento de los precios.
En esta situación, la teoría sigue siendo una de las últimas ideologías tradicionales, que ya nadie quiere ni necesita (con lo cual no abogo por el anti-intelectualismo, sino por una técnica/práctica warkiana y/o bogdanoviana, un pensamiento inmanente que no juzga el mundo técnico desde lejos, sino que trabaja en él, por lo cual y para lo cual debe desechar sus componentes morales). Por ejemplo, los directores de cine realmente no necesitan que un filósofo les diga qué concepto lacaniano han puesto en escena con tal o cual ángulo de filmación, y pueden hacer películas brillantes sin una guía teórica. La forma dominante de operar está pasando a ser la competencia sin comprensión, la capacidad de operar sin comprender en el sentido tradicional, lo cual también está conectado con el desarrollo de la tecnología: el intelecto general del conocimiento post-teórico inmanente se materializa en máquinas, debido a que podemos, por ejemplo, hacer fotos casi profesionales en nuestros teléfonos sin saber nada sobre teoría de la fotografía (y es mucho mejor depender de una teoría técnica inmanente, que de una tradicional). No lo saben, pero lo hacen, la fórmula con que Marx explicó el fetichismo a nivel subjetivo, se extiende hoy a todos los ámbitos de la vida social y cultural, y esto no necesariamente es malo, porque la vida social y cultural en el capitalismo del siglo XXI está más cerca del wu wei taoísta que de las reflexiones de los filósofos del Antiguo Régimen.